Socialismo utópico o primer socialismo es un conjunto
heterogéneo de doctrinas de reforma social, previas al auge del siglo XIX como
respuesta a los serios problemas que acarreaba el triunfo del industrialismo y
el liberalismo en Europa.
Los representantes más destacados de esta corriente son
Robert Owen en Inglaterra, y Henri de Saint-Simon, Charles Fourier y Étienne
Cabet en Francia. Algunos rasgos comunes se pueden encontrar también en las
corrientes insurreccionalistas de Graco Babeuf, Filippo Buonarroti y Auguste
Blanqui.
Las diferentes corrientes del socialismo utópico se
disolvieron o se fueron integrando al vasto movimiento socialista hegemonizado
desde la Asociación Internacional de Trabajadores (1864-1876) por las ideas de
Marx y Bakunin. Pero dejaron una impronta significativa, en particular en el
cooperativismo, la socialdemocracia, el movimiento hippie, el capitalismo de estado,
el ecologismo, el feminismo, las eco-aldeas y el socialcristianismo.
Antecedentes del socialismo utópico
Hasta el siglo XIX, el utopismo estuvo confinado a
elucubraciones filosóficas o literarias. Se puede comenzar en la concepción del
paraíso perdido, en la Biblia cristiana, hasta la Edad de Oro en la mitología
griega y romana. Pero a menudo se señala a La República, de Platón, como el
primer planteo literario-filosófico de una comunidad ideal.
Ya hacia el Renacimiento, Tomás Moro escribe su famosa novela
Utopía (1516), que inventa el término que nombrará a esta corriente del
socialismo (U=sin/topos=lugar). Otras utopías literarias son La ciudad del sol
(1602), de Tommaso Campanella; Código de la naturaleza (1755), de Morelly;
Foción (1763), de Gabriel Bonnot de Mably.
Cuando el momento de auge del socialismo utópico había sido
superado, volvió a frecuentarse el género de la utopía literaria. Se pueden
citar Looking backward (1884), de Edward Bellamy, conocida en castellano como
El año 2000; News from nowhere o Noticias de ninguna parte (1890), de William
Morris; La ciudad anarquista americana (1914), de Pierre Quiroule; Buenos Aires
en 1950 bajo el régimen socialista (1908), de Julio Dittrich, entre otros.
El final de las colonias utópicas
El principal obstáculo para la creación y consolidación de
las comunidades utópicas consistía en buscar una convivencia perfecta en medio
de un mundo basado en valores completamente diferentes. Es decir que esas
comunidades no pudieron evitar los desfasajes entre el interior (valores
morales) y el exterior (valores mercantiles). En el interior mismo, la
educación de los colonos respondía habitualmente a los valores cuestionados.
Los problemas, enumerados por Pierre-Luc Abramson, fueron diversos:
Disidencias filosóficas entre los impulsores, lo cual podía
llevar a rupturas previas a la fundación. Las colonias generalmente necesitaban
una fuerte inversión inicial, y los capitalistas solían tener prioridades
diferentes a las de los ideólogos.
Conformación de camarillas con intereses o ideas diversos en
el interior de la colectividad.
Personalismo de los líderes o comportamientos de estos que
no lograban cohesionar al grupo.
Hostilidad del medio natural, dificultad de adaptarse a una
vida lejos de la civilización urbana, lejanía de los medios de comunicación,
lluvias, sequías, etc.
Problemas económicos: baja rentabilidad de las actividades,
necesidad de contratación de mano de obra (con la consiguiente diferenciación
salarial), exigencias impositivas del Estado receptor, necesidad de dinero en
efectivo. Algunas colonias crearon un "dinero interno" que pronto se
adaptó a la circulación del dinero oficial (convirtiéndose en dinero bastardo),
sufriendo sus mismos avatares.
Las herencias del socialismo utópico
El grupo fourierista, tras la muerte del maestro en 1837,
siguió empeñado en la creación de falansterios durante todo el siglo XIX.
Algunos se crearon, sobre todo en América, pero todos fracasaron a los pocos
años. El nuevo líder del fourierismo, Victor Considerant, llevó al grupo
francés a una participación política más decidida y llegó a ser elegido
diputado.
La herencia de Fourier fue retomada, en parte, por
Pierre-Joseph Proudhon, quien tomó de su antecesor la idea de trabajo atractivo
y una concepción individualista y artesanal del trabajo social.
El owenismo en Inglaterra pronto ganó adeptos entre los
primeros sindicatos de los años 30 y fue uno de los grupos que participó de la
dirección del cartismo, sector que agrupó al movimiento obrero inglés desde
1836.
Los icarianos de Cabet fueron uno de los grupos más activos
en Europa en favor de la creación de colonias perfectas. Lograron construir
diversas colonias en América, pero casi todas fracasaron económicamente y su
llama se extinguió a fines de siglo.
El sansimonismo, tras la muerte del maestro en 1825, se
convirtió primero en escuela, luego en religión y, tras la revolución de 1830,
en una especie de mezcla de partido político y secta religiosa. En esos años
tuvo un enorme éxito entre los obreros de Francia, pero la escisión de 1832 y
la posterior persecución estatal del grupo hicieron desaparecer todo vestigio
de organización.
El sector más «industrialista» del sansimonismo se integró a
la burguesía francesa, tras las propuestas de grandes industrias estatales. Los
hermanos Pereire fundaron el banco más grande de Francia, otros fueron
funcionarios del ferrocarril francés, propusieron la construcción de los
canales de Suez y de Panamá, colaboraron con la colonización de Argelia, etc.
El sector más «obrerista» (los «productores» de Saint-Simon) se integró de
diferentes maneras a la lucha política de su tiempo: Louis Blanc teorizó sobre
la «organización del trabajo» y la creación de talleres nacionales y estuvo en
el gobierno surgido de la revolución de 1848; Pierre Leroux (creador de la
palabra «socialismo») escribió diversas obras sobre un socialismo humanista;
Eugenie Niboyet y Pauline Roland militaron en favor de la emancipación de la
mujer; Philippe Buchez desarrolló el cooperativismo y ayudó a poner en pie un
diario escrito exclusivamente por obreros, L’Atelier; Flora Tristán abogó por
la unidad de la clase obrera y teorizó sobre la opresión de la mujer.
El sansimonismo se extendió a otros países. Influyó en
Garibaldi y Giuseppe Mazzini, de Italia; en Esteban Echeverría y Juan Bautista
Alberdi, de la naciente Argentina; en el joven hegeliano Moses Hess, quien
intentó hacer una síntesis entre Saint-Simon y Hegel y a la vez convenció de la
necesidad del comunismo a su amigo Friedrich Engels.
En España tuvieron cierta influencia las ideas de Fourier y
de Cabet, en los años 30 y 40 del siglo XIX. Se puede nombrar a Joaquín de
Abreu y Orta, Manuel Sagrario de Veloy, Francisco José Moya, Fernando Garrido y
Sixto Cámara. Entre los icarianos, Abdón Terradas, Narciso Monturiol, Anselmo
Clavé y Ceferino Tresserra.
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